Algún tipo de reacción físico-química hacía brotar de la
superficie de mi lata de cerveza discretas gotas que me humedecían la palma de
la mano en aquella inusualmente cálida tarde de abril. Acababa el mes. Dentro
de pronto empezarían los exámenes de final de semestre y no había pasado
prácticamente por clase en aquellos últimos meses. A Cami la habían echado de
su trabajo y vivíamos con un alquiler alto tres personas con el sueldo de Ore y
las siempre bien recibidas donaciones de mi hermana mayor. Yo estaba en paro
desde hacía cuatro meses o más, pero así como antes no iba a clase porque
quería descansar y practicar con la guitarra. Ahora no tenía excusa que me
alejara del aula, Los motivos se reducían a que estaba cansado las veinticuatro
horas del día. Un cansancio absurdo y abrumador que me frustraba cada vez más.
Los
rayos de sol iluminaba paulatinamente con un brillo amarillo la celulosa de la
planta del cuarto. Esa bendita planta era lo único que me separaba de una
depresión o de una, aun peor, patética vuelta a la casa de mis padres. Nada hay
en la vida que Bowie no lo pueda arreglar. Alegaba mi amiga anarquista. Mentar
a Bowie no se limitaba a poner su música a todo trapo en la habitación (que
también), era todo un ritual. Nuestras casas pertenecen a esas casas nuevas,
sin historia, pero con un montón de pijadas tan neoculturles que te harían
vomitar sobre el feto abortado en el que se debió de quedar la persona que las
creó. Nuestra casa tenía regulador de la iluminación de las bombillas con una
clavija junto al interruptor, es lo que quería decir. Perdón por lo del feto,
es que ahora se lleva que los artistas seamos muy trasgresores y digamos de vez
en cuando cosas políticamente incorrectas, Ori, nuestro amigo sudamericano lo
llama: "esas pequeñas catarsis para tarados"... A LO QUE IBA, Bowie
era más que un músico, un ritual, una institución dentro de nuestra quimérica
familia. Consistía en bajar la luz de mi cuarto, Entrar los tres en él.
Encender un canuto generosamente cargado de maría, obviamente escuchar a Bowie
con mi equipo de música (era el mejor de la casa, por eso lo hacíamos en mi
cuarto), yo cogía mi Gibson de segunda mano y mientras intentaba acompañar la música, Ore leía poesía.
En aquellos instantes, no podía decirse ni que fumaba, ni
que tocaba la guitarra, ni que escuchaba poesía, ni a un músico prematuramente
muerto... no, se trataba de otra cosa. Sé que puede parecer, siempre a ojos
faltos en poesía, una movida de drogadictos, pero os aseguro que la aventura
que se formaba en mi mente era absolutamente metafísica. El viaje que se
producía no era astral, mi cuerpo entero sentía los huracanes a los que asistía
desde la colcha de mi cuarto, sentía el tacto frío de las rocas del jardín de
una pagoda budista a millones de kilómetros y las sensaciones no se despegaban
hasta que pasaban unos minutos. Podía llegar a tener relaciones sexuales con
mujeres que nunca había visto y sus rostros atravesaban mis ojos con una
definición que sentía su sudor crecer en la superficie de sus cuellos y podía
pasear ingrávido sobre miles de cabezas niponas en el barrio de Shinjuku. También
podía no percibir nada de aquello, podía no materializarse en representaciones
concretas de objetos de deseos subconscientes, también se daban situaciones
maravillosas donde podía simplemente abstraer conceptos y captarlos en su
soledad existencial. Era fantástico estar en tu cuarto y ser capaz de desacreditar
a Bourdieu, quién, de haber sido electricista, habría inventado -¡seguro!- un
sistema de regulación de la intensidad de la luz de casas particulares, que,
además, ahorraba energía y ayudaba a salvar a los osos polares del polo norte.
Os hablo de esto porque en este momento estaba hecho un lío.
Mi vida a partir de entonces se tenía que bifurcar y yo sólo podía tomar una de
dos decisiones (había una tercera que consistía en llorar y llorar y volverme
histérico en mi decisión y volverme a casa de mis padres porque el alquiler no se
amortiza con tus mocos de cocodrilo): O una de dos, o seguía adelante con mis
estudios, entraba en un sindicato y me terminaba casando con una chica
razonablemente problemática y absolutamente cínica que me hiciese perder la
cabeza; o bien, seguía el camino de la música, con el que aún me quedaría la
opción de ser sindicalista con canciones protesta y con el que seguramente no
pudiera contraer un matrimonio fructífero, menos aun, feliz.
Como músico era bastante bueno, siempre he sido bastante
bueno, modestia aparte. El mejor músico de cada grupo de fin de semana en los que
he estado, nunca suficientemente bueno como para que me llamaran de ningún
sitio importante, ni local ni grupo profesional. Lo malo de ser un guitarrista genio
es que si en el mundo de la música hay otro genio, probablemente, toque la
guitarra, añádele a eso la cantidad de guitarristas mediocres que pueden
defender algo en un escenario y te encuentras con el desolador panorama de que
lo tienes jodido como no te muevas mucho, rápido, bien y la contrapartida de
hacerlo mucho y bien es que no te queda tiempo para estudiar una carrera y
meterte en un sindicato. No fui hecho un ser todo-terreno. Hay gente que se
apaña con dos trabajos, una familia, hobbies… yo no. Necesito tener mis
momentos Bowie, necesito dormir ocho horas y masturbarme recurrentemente. Tengo
necesidades primarias, biológicas que me obligan a reivindicarme como músico, o
como politólogo. De ninguna de las maneras salvo al mundo de su mierda, eso lo
tengo meridianamente claro, no es una cuestión de ética y de responsabilidad
social frente a egoísmo y satisfacción personal. Sólo se trataba de mí y de lo
que me haría más feliz. No tenía ni idea de qué era lo que debía hacer. En el
frente de estudiantes me sentía relativamente útil, pero a veces la burocracia
y la prepotencia y la gilipollez de algunos veteranos me ahogaban y me hacía
replantearme muchas cosas. El escenario por su parte no me exigía nada, cuando
quería me subía, cuando no, me bajaba; ni me reprochaba ni me exigía, sólo lo
que creaba en él cada noche era lo que importaba, desaparecido el último acorde
todo se iba de vuelta al silencio. Como amante, la música, no tenía rival en mi
historial de ligues. Además tenía un encanto y un erotismo el griterío, el
sudor y el alcoholismo de un par de copas que, por norma, siempre llevaba
encima antes de una actuación, hacían de la experiencia una aventura erótica en
un sentido muy romántico.
El sindicato, la carrera y tratar con mis padres
(obligatorio en la medida en que me financiaban la carrera) y con todo el
elenco trágico que representaba el cuerpo de profesores era desagradecido, duro
y rutinario pero daba estabilidad, seguridad y confianza pese a todo. Me daba,
también, a mis bienamadas compañeras de clase: cine y propaganda. Una asignatura optativa hecha para chicas cínicas,
problemáticas, fabulosas… con quien puedes hablar de Maupassant sin aburrirlas
y se acuestan contigo (si les apetece) a la primera noche de conocerte. Con eso no se juega,
Me
pasé la mano empapada con el rocío de la lata de cerveza por mi frente que
llevaba caliente un rato. El sol había llegado a iluminarme todo el rostro y
mis pupilas contraídas buscaron mi guitarra entre los pliegues de la cama, me
di cuenta de que hacía rato sin tocar, la atraje hacia mí. Toqué lo que se me
ocurrió mientras se me ocurría que lo mejor que podía hacer en ese exacto
momento de mi vida era cerrar los ojos y tocar.