La eterna agonía de un porqué sin respuesta...

lunes, 28 de noviembre de 2016

Los paraísos astronautas

Algún tipo de reacción físico-química hacía brotar de la superficie de mi lata de cerveza discretas gotas que me humedecían la palma de la mano en aquella inusualmente cálida tarde de abril. Acababa el mes. Dentro de pronto empezarían los exámenes de final de semestre y no había pasado prácticamente por clase en aquellos últimos meses. A Cami la habían echado de su trabajo y vivíamos con un alquiler alto tres personas con el sueldo de Ore y las siempre bien recibidas donaciones de mi hermana mayor. Yo estaba en paro desde hacía cuatro meses o más, pero así como antes no iba a clase porque quería descansar y practicar con la guitarra. Ahora no tenía excusa que me alejara del aula, Los motivos se reducían a que estaba cansado las veinticuatro horas del día. Un cansancio absurdo y abrumador que me frustraba cada vez más.

Los rayos de sol iluminaba paulatinamente con un brillo amarillo la celulosa de la planta del cuarto. Esa bendita planta era lo único que me separaba de una depresión o de una, aun peor, patética vuelta a la casa de mis padres. Nada hay en la vida que Bowie no lo pueda arreglar. Alegaba mi amiga anarquista. Mentar a Bowie no se limitaba a poner su música a todo trapo en la habitación (que también), era todo un ritual. Nuestras casas pertenecen a esas casas nuevas, sin historia, pero con un montón de pijadas tan neoculturles que te harían vomitar sobre el feto abortado en el que se debió de quedar la persona que las creó. Nuestra casa tenía regulador de la iluminación de las bombillas con una clavija junto al interruptor, es lo que quería decir. Perdón por lo del feto, es que ahora se lleva que los artistas seamos muy trasgresores y digamos de vez en cuando cosas políticamente incorrectas, Ori, nuestro amigo sudamericano lo llama: "esas pequeñas catarsis para tarados"... A LO QUE IBA, Bowie era más que un músico, un ritual, una institución dentro de nuestra quimérica familia. Consistía en bajar la luz de mi cuarto, Entrar los tres en él. Encender un canuto generosamente cargado de maría, obviamente escuchar a Bowie con mi equipo de música (era el mejor de la casa, por eso lo hacíamos en mi cuarto), yo cogía mi Gibson de segunda mano y mientras intentaba acompañar la música, Ore leía poesía.

En aquellos instantes, no podía decirse ni que fumaba, ni que tocaba la guitarra, ni que escuchaba poesía, ni a un músico prematuramente muerto... no, se trataba de otra cosa. Sé que puede parecer, siempre a ojos faltos en poesía, una movida de drogadictos, pero os aseguro que la aventura que se formaba en mi mente era absolutamente metafísica. El viaje que se producía no era astral, mi cuerpo entero sentía los huracanes a los que asistía desde la colcha de mi cuarto, sentía el tacto frío de las rocas del jardín de una pagoda budista a millones de kilómetros y las sensaciones no se despegaban hasta que pasaban unos minutos. Podía llegar a tener relaciones sexuales con mujeres que nunca había visto y sus rostros atravesaban mis ojos con una definición que sentía su sudor crecer en la superficie de sus cuellos y podía pasear ingrávido sobre miles de cabezas niponas en el barrio de Shinjuku. También podía no percibir nada de aquello, podía no materializarse en representaciones concretas de objetos de deseos subconscientes, también se daban situaciones maravillosas donde podía simplemente abstraer conceptos y captarlos en su soledad existencial. Era fantástico estar en tu cuarto y ser capaz de desacreditar a Bourdieu, quién, de haber sido electricista, habría inventado -¡seguro!- un sistema de regulación de la intensidad de la luz de casas particulares, que, además, ahorraba energía y ayudaba a salvar a los osos polares del polo norte.

Os hablo de esto porque en este momento estaba hecho un lío. Mi vida a partir de entonces se tenía que bifurcar y yo sólo podía tomar una de dos decisiones (había una tercera que consistía en llorar y llorar y volverme histérico en mi decisión y volverme a casa de mis padres porque el alquiler no se amortiza con tus mocos de cocodrilo): O una de dos, o seguía adelante con mis estudios, entraba en un sindicato y me terminaba casando con una chica razonablemente problemática y absolutamente cínica que me hiciese perder la cabeza; o bien, seguía el camino de la música, con el que aún me quedaría la opción de ser sindicalista con canciones protesta y con el que seguramente no pudiera contraer un matrimonio fructífero, menos aun, feliz.

Como músico era bastante bueno, siempre he sido bastante bueno, modestia aparte. El mejor músico de cada grupo de fin de semana en los que he estado, nunca suficientemente bueno como para que me llamaran de ningún sitio importante, ni local ni grupo profesional. Lo malo de ser un guitarrista genio es que si en el mundo de la música hay otro genio, probablemente, toque la guitarra, añádele a eso la cantidad de guitarristas mediocres que pueden defender algo en un escenario y te encuentras con el desolador panorama de que lo tienes jodido como no te muevas mucho, rápido, bien y la contrapartida de hacerlo mucho y bien es que no te queda tiempo para estudiar una carrera y meterte en un sindicato. No fui hecho un ser todo-terreno. Hay gente que se apaña con dos trabajos, una familia, hobbies… yo no. Necesito tener mis momentos Bowie, necesito dormir ocho horas y masturbarme recurrentemente. Tengo necesidades primarias, biológicas que me obligan a reivindicarme como músico, o como politólogo. De ninguna de las maneras salvo al mundo de su mierda, eso lo tengo meridianamente claro, no es una cuestión de ética y de responsabilidad social frente a egoísmo y satisfacción personal. Sólo se trataba de mí y de lo que me haría más feliz. No tenía ni idea de qué era lo que debía hacer. En el frente de estudiantes me sentía relativamente útil, pero a veces la burocracia y la prepotencia y la gilipollez de algunos veteranos me ahogaban y me hacía replantearme muchas cosas. El escenario por su parte no me exigía nada, cuando quería me subía, cuando no, me bajaba; ni me reprochaba ni me exigía, sólo lo que creaba en él cada noche era lo que importaba, desaparecido el último acorde todo se iba de vuelta al silencio. Como amante, la música, no tenía rival en mi historial de ligues. Además tenía un encanto y un erotismo el griterío, el sudor y el alcoholismo de un par de copas que, por norma, siempre llevaba encima antes de una actuación, hacían de la experiencia una aventura erótica en un sentido muy romántico.

El sindicato, la carrera y tratar con mis padres (obligatorio en la medida en que me financiaban la carrera) y con todo el elenco trágico que representaba el cuerpo de profesores era desagradecido, duro y rutinario pero daba estabilidad, seguridad y confianza pese a todo. Me daba, también, a mis bienamadas compañeras de clase: cine y propaganda. Una asignatura optativa hecha para chicas cínicas, problemáticas, fabulosas… con quien puedes hablar de Maupassant sin aburrirlas y se acuestan contigo (si les apetece) a la primera noche de conocerte. Con eso no se juega,

Me pasé la mano empapada con el rocío de la lata de cerveza por mi frente que llevaba caliente un rato. El sol había llegado a iluminarme todo el rostro y mis pupilas contraídas buscaron mi guitarra entre los pliegues de la cama, me di cuenta de que hacía rato sin tocar, la atraje hacia mí. Toqué lo que se me ocurrió mientras se me ocurría que lo mejor que podía hacer en ese exacto momento de mi vida era cerrar los ojos y tocar.