Total, que al final sólo sé que no sé nada. No saber nada me
crea un desasosiego extraño. Eso también lo sé. Sé que no sé y que el no saber
es todo cuanto puedo conocer. Conozco un nada, conozco que hay una sombra a mi
espalda, y que cuando me giro a mirarla, me da de nuevo esquinazo. Creo poder
llegar, y me resbalo, tropiezo y caigo. Aun así, conozco que no puedo conocer
algo. Y me revelo contra mi naturaleza torpe. Y creo una ciencia y creo en ella
con la resolución de un fanático chamán tribal al que le funcionan sus danzas
de la lluvia. Comparto mi desconocimiento con seres extraños. Entre ellos me
pierdo. No conozco que soy yo, dentro de ellos. Porque somos puntos conectados
en líneas de metro convertidas de forma divertida en analogías de las ideologías
particulares, nuestras idiosincrasias y todo lo demás. Solo sé que equivocarme
es todo cuanto puedo. Puesto que no sabiendo, no me queda sino jugar a los
dados en cada uno de mis actos frente a según qué acontecimientos. Creo que me
pierdo si no hago. Creo que el acto es mi fundamento. Yo soy aquel que crea
antes de ser creado. Es decir, juego, y al jugar, nazco.
Conozco también mi finitud. Mi finitud me atormenta más,
acaso. Tengo los ojos henchidos de lágrimas de estupor ante una finitud que
parece más cercana que cosa remota. Y en este tiempo finito me obligo a conocer
algo que valga la pena. Porque después de mi tiempo, algo necesito dejar de mi
existencia. Si no, desapareceré. Aunque no lo sepa y no pueda asegurarlo. Creo
que prefiero dedicar mi vida a una búsqueda que desperdiciarlo (el tiempo). Después
de buscar mucho o poco creo conocer o percibir tímidamente algo. Y a ese algo
me aferro, como un marinero a un cabo en mitad de un temporal que agita y
zarandea el barco. Si el cabo se suelta, es el final. Bendito, bendito cabo. Cabo,
tú eres todo lo valioso. Cabo, sin ti me acabo, que juego de palabras más estúpido.
Tal cabo es idolatrado como todo cuanto es en el mundo. Ese cabo fue llamado
comunismo, hedonismo, más allá, patria, hijos… lo que pretendo demostrar es que
el nombre perfecto que debe adoptar el cabo es: Uno mismo.
Y ¿qué es uno sin el cabo y que es el cabo sin uno? Yo
quiero creer en algo y dar mi vida por ello, como Galileo (casi) o Saint-Just. Como
en una novela romántica. Ya que tengo que dar la vida, que sea de forma heroica
y que se yergan monumentos ensalzando mi valor al defender una nada, una nada
porque el cabo es solo una metáfora, es la contingencia de una vida que se
decidió emplear en algo que nadie más que uno mismo comprendía. Nadie lo
comprendía porque nadie puede saber nada más allá de su ignorancia. Las grandes
naciones durante el siglo pasado se han aventurado con entusiasmo a una
cantidad muy grande de proyectos de mejora política. Han ideado nuevos imperios
y nuevos modelos de Estados queriendo hacer de ellos la gloria de una cultura
clásica que ya solo son rocas y lienzos a los que les preguntamos la opinión. Ante
su muda resolución creemos estar en lo correcto ¿qué otra cosa podríamos creer
sino? Nadie actúa sabiéndose equivocado. Paremos a reflexionar. Si en el siglo
pasado nadie se hubiese movido, los antiguos, no estarían más decepcionados. Pero
hay una cosa segura, otra cosa más que sé. Nos movemos, perdidos, hacia ningún
lado. El Estado no tiene un camino, porque los seres humanos, cada uno, aguanta
un cabo. Si queremos ver en el Estado, el fin, no puede sino acabar
decepcionado. El Estado es eso que se equivoca aun más que sus propios
ciudadanos, que intenta parecerse a todos y acaba siendo lo más extraño. Por
eso lo mejor es desidentificarnos. Hacernos nadies, sin opiniones ni
pantomimas. Ser deseos huecos carentes de reflexión. Ya que no sabemos nada,
sintamos, seamos sentimientos. Y en ese sentir, riamos la ignorancia. Soy un
extraño ser apetitivo que se siente. Sé que siento, sé que cuando siento me
siento más existente que nunca, el sentir es preclaro, anterior a la reflexión
sobre la existencia del sentimiento. Solo eso hay, existencias preclaras. En
cuanto nos ponemos a hacer metafísica, creamos cuentos de hadas, que crean
nadas, nadas en las que creer, pero nadas, al fin y al cabo.
He aquí la posmodernidad!
He aquí la posmodernidad!
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