Comencé así a levantar muros a nuestro alrededor, vigilando dejar siempre varios caminos que me condujesen a la salida consciente de posibles contratiempos, y que la llevase a ella por la voluntad de donde estos la condujesen sin dejarle opción, pero se tornaron las tuercas, su avance fue veloz y se acercaba a mi posición, yo, desesperado, empecé a levantar paredes allá donde iba, cerrándome sin buscarlo entre mis propios tabiques, sellando las escapatorias posibles. Solo me quedaban dos opciones: admitir mi derrota, reconocerla como dueña de mi alma (que lo era) y derribar mis construcciones que tanto me habían costado de levantar; o, por otra parte, llegados a ese punto podía echarme un farol, darle a entender que seguía teniendo el control y que seguía subyugada a mi voluntad, tendida bajo mi cuerpo y con ambas muñecas inmóviles ante la férrea atadura de mis manos. Aquello me reconfortaría al principio pero era consciente de las devastadoras consecuencias que me reservaba aquella elección. ¿Qué hice? Por supuesto, lo que hubiese hecho todo hombre con orgullo como yo, seguir adelante. Continué un baile sin música, una travesía sin brújula ni mapa, un futuro sin esperanza…
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