Suave, suave tacto el del algodón por el que se deslizaban en un mar de pliegues mis manos. Recorrían mis dedos los valles de las ondulaciones de la camisa blanca que, de normal, era yo quien vestía.
La luz matinal atravesó con cálida dulzura los cristales del salón. Fue bañando lentamente el parqué del suelo, alcanzando nuestros descalzados pies y vistiendo nuestros dos cuerpos, casi en contacto.
Sus cabellos negros destellaban un aura veraniega, y su tierno aroma a vainilla me transportaron al erótico recuerdo de la noche anterior. Mis manos alcanzaron su vientre flanqueado por ambas partes de la camisa. Su torso era suave casi del tacto de la prenda. Hundí mi cabeza en el manantial moreno olor a vainilla y sentí el roce y posterior abrazo de mi órgano viril entre sus nalgas. Ella, hasta el momento inmóvil como cerámica que está siendo moldeada, alargó su manos hasta alcanzar mis codos, buscando aumentar la fuerza del abrazo, ladeó su cabeza hacia la mía y me besó en los labios. Su beso fue dulce y húmedo, con sabor al café de hacía unos minutos. Cerré los ojos, y otra vez café. Sin osar despegar las pupilas deslicé mi lengua entre mis labios y, de nuevo café, esta vez, con un poco más de saliva. Con un poco más de su dulce saliva. Abrí los ojos, ardía en deseos de ver su rostro, y la encontré con los párpados cerrados. Los vi abrirse poco a poco. Fue un amanecer de dos segundos. El pelo del flequillo caía sobre su frente de forma irregular, y en el resquicio de uno de sus ojos se dejaba ver una pequeña legaña. Me sonrió con sus dientes de marfil y volvimos a fundirnos en el más tierno de los besos. Nuestras lenguas bailaban en deslizante sinfonía de vaivenes sabor café. Mis manos fueron a su cuello y deslizaron por su espalda la camisa, reduciéndola al natural.
-Te amo. Le dije.
-Te amo. Y café.
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