La eterna agonía de un porqué sin respuesta...

miércoles, 28 de mayo de 2014

Enfermedad.

Esta entrada tiene dos relatos anteriores llamados Precipitación, y Amabilidad; todos ellos forman parte del Present 4 (abajo de la entrada está el link para ver las dos entradas anteriores) para comenzar a leer la historia sería conveniente empezar por el principio.



Aquella madrugada me desperté bañado en un sudor gélido que me sobrecogía todos los huesos. Había tenido una pesadilla horrible. No se me quitaba de la cabeza. Sentí mi cráneo muy pesado cuando traté de incorporarme. Miré mi teléfono móvil que me hacia las veces de reloj despertador. Las seis y treinta y seis minutos de la mañana. Cerré los ojos y me vi a mí mismo en mitad de mi pesadilla, buscando desesperadamente a Felicia por el jardín, con Tear cerrándome el paso pidiéndome audiencia: "quiero hablar contigo" "si te interesa ven a la azotea la próxima hora" "esas fotos... las tomé yo mismo" esas frases se repetían en mi cabeza como flashes con un sentido oculto y peligroso, una y otra y otra vez él aparecía con una de esas frases a mi encuentro. Entonces me encontraba con la señorita Comte y con una dulce sonrisa me decía "lo he conseguido..." con el tono siniestro que habia usado Tear, yo corría y corría, olvidaba a Felicia y solo podia sentir unos pinchazos en el apéndice que acabaron por despertarme. Al abrir de nuevo los ojos, la cama seguía empapada en frío, opté por despegarme de ella. Caí más que salí y me senté en el suelo, espalda contra somier y cabeza sobre sábana arrugada. Mi cráneo seguía pesando y mi cara se tambaleaba exhausta de un hombro a otro. No sentia los pinchazos del sueño sólo un tremendo malestar general que casi me cerraba los ojos. Mis ojos escrutaron mi escritorio, mi estanteria y de allí, la puerta cobriza de mi cuarto y el paraguas... tendido en el suelo... "Lo he conseguido" repitió mi cabeza. Me levanté con súbito intentando apartar aquellos pensamientos, como si fuesen el origen indiscutoble de aquel estado de malestar. Con el brusco movimiento sangre en mi cabeza bajó hasta mis pies y mis ojos vieron el negro por un momento. Puse mis manos en el aire para no perder el equilibrio. Mis piernas temblaban bajo mi tronco. Avancé a tientas hasta el baño, apoye mis manos en el lavabo y respiré. Fuerte y con la boca, a grandes bocanadas, sentí que era la primera vez aquella mañana que respiraba. Abrí el grifo puse el cuenco de mis manos debajo del chorro y me lo tiré a la cara. Otra vez, luego una tercera. Mis ojos ya veían y mi boca, antes masticante de mucosa, había recuperado una leve humedad agradable. Pero mi cabeza seguía pesando. Me senté en la taza del váter cuando mis tripas se unieron con la percusion de los pinchazos anteriores al concierto de mi malestar matutino. No conseguí despegarme de allí hasta media hora después, sin sentirme mejor y con la horrible sensación de que aun no había acabado. Alcancé un termómetro de un cajón del lavabo y me lo puse bajo mi brazo después de quitarme la camiseta del pijama y secarme el sudor. "Treinta y seis con seis" marcó tras unos minutos. Era la segunda vez que veía esas cifras aquella mañana, y ninguna de las veces me había gustado. Si hubiera tenido fiebre no habría tenido que ir a clase, pero no tenía forma de justificar mi malestar. Probablemente no acudiría una enfermera hasta las once y, si para entonces había recuperado el color de mi cara y mis tripas se habían recompuesto, me castigarían por trolero y por la falta de asistencia. Era un chico poco problemático, de verdad que no me gustaba meterme el líos, no recordaba cual fue la última vez que mis padres tuvieron motivos para preocuparse de mí. Cogí una pastilla de una caja de cartón tras el espejó, me la tragué con agua del grifo, me quité el pantalón que se me pegaba como una segunda piel al cuerpo me metí bajo la ducha. Agua caliente, muy caliente, golpeaba mi espalda. Puse mi pelo corto bajo el agua, mucho tiempo; luego mi cara. Permanecí así otro buen rato.

Poco a poco me fui encontrando mejor, mi cráneo recupero su peso aunque no dejaba de bailarme la vista. Entre la puerta entreabierta del baño alcancé a ver mi ordenador portátil recordé el libro de ilustraciones, esta vez sin que me remitiera a mi siniestro sueño, me pregunté si quizá estaba a la venta, si podía conseguir algún ejemplar... decidí investigarlo después de clase, a las cinco. Esperaba encontrarme algo mejor conforme fuera pasando el día. Mis tripas seguían revueltas, y el sueño se apoderaba de mí.

Volví al cuarto con ayuda de mi sentido del deber y abrí el armario. Cogí una camisa limpia y fresca. La aireé por la ventana y me la puse. Siete botones desde el cuello. A continuación ropa interior. Blanca, lisa, bien planchada, doblada y guardada en un cajón. Pantalones grises con la camisa por dentro, con precaución de que no se arrugara en la cintura. Corbata azul oscura bien ceñida y Jersey de pico de algodón del mismo color con el logo de la institución en un lado del pecho. Calcetines azul marino bajo zapatos con cordones. Permitían los zapatos sin cordones, muchos los llevaban por ahorrarse el esfuerzo, pero yo los prefería así. Atarlos me relajaba siempre. Cuando me arrodillaba para hacer el nudo era como hacer una promesa para afrontar el nuevo día, al igual que un caballero jura lealtad a su rey. Mi padre siempre me decía que los hombres no eludían sus responsabilidades, que cargaban con el peso del mundo con el fin de hacérselo más ligero a los otros, los cordones eran como uno de los deberes que el hombre puede eludir, y yo prefería no hacerlo, una vida sin trabajo esfuerzo y sacrificio es una vida supérflua e indeseable. Así me habían educado.
Mi madre siempre me decía que sabía hacer a la perfección un nudo de zapatos antes incluso de aprender a andar. Exageraba, pero lo cierto es que ni en mis recuerdos más infantiles era capaz de recordar a alguien ayudándome a atarlos. Mientras me ataba el cordón un rayo de luz que se colaba por la puerta del baño me cegó el ojo izquierdo. Cerré los ojos. De pronto me vino un flash a la mente: cuando volví a abrirlos era un día de verano, de hacía mucho tiempo. Yo apenas sabía pronunciar mi nombre con fluidez, estaba sentado en un escalón que conducía a la terraza de la casa donde pasaba con mi familia los meses de verano. Mis zapatos estaban atados pero hacia calor y me los quería quitar. Mi padre estaba frente a mí, arrodillado. Sonreía. El llevaba las mismas bermudas que yo, cada uno en su respectiva talla. Yo le miraba con lágrimas en los ojos. No recuerdo porque lloraba. Él probablemente trataba de consolarme. Recuerdo su pelo rubio canoso con una barba muy bien recortada. El pelo siempre lo llevaba engominado hacia detrás, siempre le podía ver la cara, y su cara siempre sonreía. Lo echaba de menos.

Abrí los ojos y vi el paraguas... Tendido en el suelo, inherte... Acto seguido, con una arcada y punzante dolor craneal, vomité hasta mi primera papilla. Era toda prueba que necesitaba de mi enfermedad. Me mandaron a mi casa temerosos de que un virus se estuviera propagando por la academia. Al parecer, había otros casos como el mío, pero solo en la sección femenina. Se especulaba algo sobre una máquina de café....




Llegué a las tres del mediodía sin haber comido. Con escalofríos y un abrigo haciéndome sudar desde el cuello hasta las pantorrillas. Viajé en el coche negro de mi familia, grande y espacioso, muy elegante y robusto. Casi a juego con nuestro apellido. Robert once años mayor que yo trabajaba como chófer de mi madre.
Intentó conversar pero pronto desistió, siempre era muy jovial y alegre, muchas veces impertinente, esta vez respetó el silencio que, de forma muda, pedía mi estado. Los ricos sentimos una extraña debilidad por la sobriedad y la corrección pero los pobres en cambio... ¿Qué les importan las formas a los pobres?
Me preguntó un par de veces durante el trayecto si me encontraba bien o si quería que fuera más despacio. Yo me limitaba todo el tiempo a negar con la cabeza. A mi madre le gustaba su alegría de los días comunes y corrientes, siempre pensé que ella hubiese sido más feliz naciendo pobre. Su comunión con la responsabilidad y el deber siempre me pareció en ella una fachada demasiado desmaquillada. Salió a recibirme a la puerta del gran edificio. Me besó la frente tres veces. y me hundió en un fuerte abrazo.
-Menos mal que has caído enfermo, no te veía desde hacia un mes y medio, me iba a volver loca, si no te tenía otra vez de vuelta pronto. -Bromeó-
Yo me encontraba demasiado mal como para resistirme a sus muestras tan efusivas de afecto, me resultaban embarazosas y más aun en público. Llevaba puestos unos zapatos con poco tacón -ya era suficientemente alta de todos modos- y un vestido monocromo azul poco ostentoso sin mangas que bajaba desde el cuello hasta las rodillas. Sobre sus hombros se había dejado caer un abrigo veis tostado con plumones que rodeaban el cuello pero que, al llevarlo abierto sólo cubrian los hombros. El vestíbulo de la entrada del edificio era grande y hasta con calefacción hacia frío. El aspecto de mi madre seguía como siempre. Castaña caoba, de facciones marcadas, la notaba quizá más delgada, tenía un horrible régimen alimenticio de comer porquerias precocinadas cuando no comia en casa, que era casi siempre. No era demasiado mayor, aun menstruaba y seguiría haciéndolo al menos una década más. Parecia algo fatigada de la monotonia que era su vida. Quizá le faltara volver a tener un bebé. Quizá yo pensaba demasiado... Su figura aun era robusta, sus vientre plano y sus pechos firmes. Siempre tuvo una figura esbelta. Me sonreía mientras me acompañaba hacia el ascensor cogiéndome del hombro. En aquel momento, de camino al ascensor me pregunté y no comprendí porque no había vuelto a casarse.

El edificio era muy grande y circular, con grandes ventanales. En cada nivel había tres hogares (o simplemente casas según la familia un espacio así merecia un nombrebu otro), menos en el último, el onceavo piso, en el once se unían las tres casas para albergar a una sola familia, la mía. Mi casa no sabía si merecía ese título o el de hogar, qué más daba, aunque casi nadie pasase tiempo en aquel alto ático, mi familia se amaba desde sus respectivos lugares de descanso. La casa tenía el techo muy alto así como las puertas y los muebles. Cuando llegué me parecieron más pequeños que la última vez, siempre me parecían más pequeños. Llegué a la cocina y Rebeca, la niñera me hizo algo de comer, algo ligero, olvidé que había sido tres días después, no fue una comida que cambiara mi vida. A Rebeca la seguíamos llamando niñera aunque hacia años que había dejado de necesitar una. Criada suena muy políticamente incorrecto en este mundo desarrollado aunque en el fondo era algo así. Soltera y con sus padres fallecidos, la nuestra era su única familia. Los domingos visitaba a su hermana y sus sobrinos. No sé exactamente que relación era la que tenía con ellos. Supongo que en el fondo a ella le habría gustado tener también su propia familia, supongo que quizá ella necesitara un hijo más que mi madre... quizá volvía a pensar demasiado.
Después de comer fui a mi cuarto. Todo era tan frío y lejano, mi mesa, mi cama, había estado allí miles de veces, pasé mi infancia en aquella habitación pero hacía tanto tiempo que no permanecía allí. Debería sentirme en el centro de mi hogar, sin embargo no era así. Era un cuarto vacío, demasiado bien ordenado en realidad; frío y oscuro, aun no había encendido la luz, la poca iluminación venía de un sol opaco tras grandes nubarrones que atravesaba el ventanal, un ventanal alto y ancho, como todo mi cuarto, como toda mi casa. Lo peor era el frío, la soledad que se respiraba. Me tumbé en la cama. Fría, la sengunda cama fría donde yacía hoy, pero ésta era fría de otra forma. Saqué una manta de un cajón y me la tiré por encima para no deshacerla. Yo y mi cuarto parecíamos un matrimonio infeliz cuyos amantes tras años de falta de comunicación han acabado olvidandose y volviendose extraños entre sí.
Saqué mi teléfono móvil y entre en mi correo electrónico, busqué el mensaje de Tear que me envió hacia algo más de un mes. Me dormí con la vista fija en una de las fotos de Anna. La temperatura de la cama y todo lo demás dejó de importarme.

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