La eterna agonía de un porqué sin respuesta...

martes, 16 de febrero de 2016

La admiración perfecta de los seres finitos



Mi naturaleza es la experiencia del ser reflejo. Soy una hedonista enamorada de un reflejo que no puedo sentir sino más real que yo misma. En este mundo de la carencia infinita y de la continua muerte proyectada. Mi ser se articula en un retratarse intensional. La creencia en un retrato que digo mío. Mi cuerpo es perfecto, cuando lo miro no puedo sino fascinarme con él. Jugar a acariciarlo, a pellizcarlo, a morderlo y estirarlo es para mí todo experimento interesante. Lo que más me interesa del mundo es mi propio cuerpo humano.

Tengo la piel tersa, una piel fina y suave, un pelo liso y lacio, tempranamente cano, unos ojos apagados y tristes en la mitad superior de un rostro sin expresión. Una modesta pelusa color castaño claro en las axilas, cuando le da el sol en los meses cálidos en los que me baño al aire libre, el reflejo rubio que desprende recuerda a los capullos de los gusanos que en mi infancia criaba en cajas de zapatos. Mis brazos acaban en dedos articulados de forma atroz, ya os explicaré porqué. Y coronando mis dedos, unas uñas mínimas. Las necesito así para que cuando juegue a pellizcarme no me hagan daño en mi corteza desarrugada. Mi ombligo estúpido antecede a una nueva mata despeinada que adorna con una tierna simpatía una vulva muy corriente. Hermosa a mis ojos. Flanqueada por dos piernas orgullosas de mujer independiente, con unos muslos donde podría escribirse la historia reciente de la civilización occidental, bellísimos como mis tersos glúteos de ninfa egeria.

Reparar en un matiz. Mi tripa solo se pliega cuando me contraigo para hacer caca. Es raro que en otra situación mi cuerpo abandone el estilizado ser largo. Porque la figura de la flexión me provoca la nausea de la contemplación tórrida del sol caliente de una tarde de domingo. La contracción es dolorosa y sucia. Es fea y contraria al instinto original del deseo ¿qué ser debería desearse a si mismo dentro de sí? Tal suposición conllevaría a un deseo de autodevoración y nada me parece más repulsivo que el deseo de meterse uno en uno mismo para devenir el ser menguado. No, el ser, mi ser es una existencia solipsista que nunca sale de mí pues en mí yace todo el objeto de mi interés y estudio. Pero no me intereso en el mediante la reflexión en mí. No me pienso en estructura cartesiana –¡qué hombre más amorfo!-. Sino mediante la estética del espejo. En la estilizada imagen del brazo extendido al infinito. Para hacerlo gráfico, mi estudio persigue el ideal de la extremidad que se estira hasta desgarrarse como un trozo de tela en jirones. Y esos jirones que dejan entrever una carne roja hipodérmica, no sangran, porque la sangre es flexión y desvanecimiento, el ideal de perfección mantiene todos sus miembros componentes sin perder uno solo, si acaso añadiendo más.

Acuso ahora que no he hablado de mis pechos. Mis pechos son lo que más me gusta de mi cuerpo, quizá por eso los olvidé antes, los observo tanto que identifico mi ser más básico con la morfología de mis pechos. Estos por supuesto son lisos y modestísimos, solo describen un pliegue muy rudimentario y básico sobre la carne del costillar, con unos pezones erectos en dos estadios diferenciados de areola y pezón, brillante y erótico. Desde pequeña tengo la manía de cada cierto tiempo, cuando me entra la neura (como la llamo) poner la mano sobre la camisa que lleve, hurgar con ella dentro del sujetador hasta dar con mi pezón y acariciarlo fuertemente con la tela de la camisa hasta ponerlo erecto, dependiendo del día mi neura aparece entre catorce y veintisiete veces. Desde que tengo memoria no ha pasado un día donde no me estimulara los pezones por lo menos catorce veces. No es un acto sucio, tardo alrededor de veinte segundos el endurecerlos, no me parece un caso de masturbación puesto que no es placentero en un sentido erótico sino orgánico, como rascarte una picadura de mosquito o apretar un grano o morderse las uñas o acariciarse la barba… Con la misma naturaleza mis yemas buscan recurrentemente mis pezones y los palpa con ansiosa búsqueda por la rigidez. Mi organismo busca la forma infinita, alcanzar el límite físico del cuerpo para vivir la experiencia entera de su ser.

Así pues y volviendo al estudio por el que escribo: mi ser se busca y siente placer al buscarse en los límites de su figura en el mundo. En ese intermedio siempre etéreo donde mi yo es yo y deja de serlo. Por eso la figura contraída se me representa desagradable, puesto que el lugar donde acaba no es el lugar hasta el cual podría llegar, sino que prefiere encogerse, ser más pequeño, ocupar menor espacio, llegar a sí en su propia consumición caníbal. Mi objeto es un ente que se respeta, se quiere y se sabe perfecto en la languidez de la goma estirada. En la perpetuidad suspendida de una inflexión, la longitud que perdura en el tiempo, donde yo ocupo todo espacio por mí abarcable. Y donde entre el yo y el no yo no cabe ni la nada. Colindando tanto con el no yo que podría decirse que casi lo estoy conquistando, que casi estoy saliendo de mí. El ser que se extiende fuera de sí sin perder su unión es la experiencia más placentera que existe y tal experiencia la obtengo del recurso reflejo. La encuentro en un ser enfrentado a su mismo él fuera, ahora, de sí. Pero espera, ¿Él? He devenido una segunda persona en el momento de mi enfrentamiento conmigo misma y tal persona es masculina quizá causado –aunque la organización estructural de sucesos en “causa-efecto” no me agrade-  por una desviación morbosa que representa tal oscuro deseo de fornicar conmigo misma. Sería un hombre con pechos de mujer y con cara de mujer y con cabello de mujer y, atención a la paradoja, con pene de mujer. Porque yo soy mujer pero en tanto que me veo con un pene y en tanto que la heterosexualidad me empuja hacia un hedonismo kafkiano, mi ser reflejo es una quimera inconmensurable con la que deseo unirme.

La secuencia sería la siguiente. Estaría yo, en una cama. La cama representa la comodidad de estirarse en todas las posturas y maneras y por tanto la cama es el más útil de los laboratorios. Mis pezones están tersos, acabo de frotarlos con un pañuelo de seda. Sobre mí está el espejo. Medio para mi éxtasis. El espejo debe ser único. Si el espejo estuviera enfrentado a sí mismo estaría usando una duplicación horrenda. Un espejo a mi izquierda y otro a mi derecha me llevaría a la contemplación de un número infinito de reflejos y la repetición periódica interminable e inabarcable solo es posible teóricamente y la teoría es reflexión. Habiendo muchos seres semejantes a él (mi reflejo mujer fálica) y a mí, observo una sucesión de seres que por su número me parecen amorfos y por su sitio ocupante (tras el reflejo masculino) me parecen sospechosos, malintencionados y peligrosos. Buscando cada reflejo a la espalda de su anterior me retrotraigo a un infinito en el cual mi imagen queda relegada a la pulga, ¡qué digo a la pulga! Ella tiene más valor que aquello que yo soy en el último de mis reflejos lejanísimos. Y en el perderme lejos pierdo de vista la mujer macho más próxima y me asusta horriblemente cuando mis ojos achinados estaban concentrados en un lugar tan infinito como ficticio y engañoso dando lugar al miedo o mejor dicho, vértigo. Además hay, entre un reflejo y el posterior, un ser de espaldas a mí, que debo ser yo pero que no se me da de frente sino delante, oponiéndose a mí, siendo obstáculo, no cosa que viene a servirme sino cosa que se oculta de mí. Que me aterra con la psicosis de la literatura fantástica. Un doble del que no tengo certeza que comparta mis rasgos, pero tengo la seguridad apetitiva, quizá lógica, de que sí los compartimos, y lo que más me altera de él, de ese yo de espaldas, es que no tenga pene. Que sea idéntico a mí y que me ataque desde atrás a los riñones con un cuchillo que me haga retorcerme y contraerme de dolor mientras él ocupa mi puesto en el plano real de las cosas que entran en el laboratorio. Que mi cuerpo ya no sea hermoso ni vivo, y que otro ser ocupe mi posición. Tal cosa es aterradora y cruel hasta la locura más tártara. No, la flexión del reflejo es un terreno peligroso donde lo infinito se confunde con lo inacabado y la teoría cobra espacio y el alma se enfrenta a caer en el abismo de la trascendencia de lo inmanente o lo divino, tal cosa es reflexión, si caemos en lo divino, nos empequeñecemos por contraposición obvia. Y de lo que se trata no es de hacernos pequeños, sino de estudiarnos en toda nuestra magnitud absoluta, no como ser entre seres ni como ser de seres, ni como parte de un todo ni como un todo de partes. El holismo necesita del solipsismo y de un espejo para mirarse y desde el cual estudiarse.

Realizado este apunte y teniendo claro porqué el espejo no puede flexionarse digo, la apetencia primera de nuestro yo con vulva será concebir la criatura quimérica como un hijo, un hijo suyo que nació inmediatamente en el momento de su exposición al espejo. Y su fin será la unión con tal reflejo. Deseará ver en ese reflejo el ente erector de sus pliegues naturales mórbidos y obscenos. Su relación con el reflejo será pasional y erótica, idealizada; nunca de amor o amistad, porque el amor es compartir el pliegue o la reflexión. Es interesante la analogía, la relación con el amante dura lo que la erección del pene y el coito placentero. Es el oasis aislado. La relación con el amado perdura en la flacidez del falo después del coito. El amor acompaña en la angustia del estadio dubitativo y cuando yo me miro al espejo no tengo dudas, me comprendo y me estiro y alargo los brazos queriendo en mi movimiento meter mi reflejo entre mis piernas, profundamente hundirlo en mi vulva y devolverlo a su estado nonato. Haciéndome con ello a mí más grande, fundiéndome con ese otro yo que me posee y al que poseo en reciprocidad mutua que acaso sea la de la autoconciencia consigo misma. Pero debería hablar de ese reflejo como consciente de sí. En tanto que mi reflejo, es consciente porque yo lo soy pero, espera ¿acaso yo no habré devenido consciente de mí en y por él? Haciendo de mi reflejo mi medio para entenderme comprendo mejor porqué él es mi amante, y porqué es masculino. Sólo es una fase. El reflejo desnacido supera mis debilidades me mantiene tersos los pezones haciendo asomar sus manos por debajo del pliegue mínimo de mis pechos en la carne del costillar. Con su pene erecto empuja mi cavidad umbilical hacia fuera convirtiendo mi ombligo en una pequeña protuberancia sin pliegues.

Devengo en este mirarme al espejo: Uno en tanto que consciente de mí, dos amantes enfrentados en tanto que deseo el uno del otro, ambos al mismo tiempo en nuestra unión de movimiento contra-natal y, en tanto que solipsista, ser igualado al absoluto.

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