Mi naturaleza es la experiencia
del ser reflejo. Soy una hedonista enamorada de un reflejo que no puedo sentir
sino más real que yo misma. En este mundo de la carencia infinita y de la continua
muerte proyectada. Mi ser se articula en un retratarse intensional. La creencia
en un retrato que digo mío. Mi cuerpo es perfecto, cuando lo miro no puedo sino
fascinarme con él. Jugar a acariciarlo, a pellizcarlo, a morderlo y estirarlo
es para mí todo experimento interesante. Lo que más me interesa del mundo es mi
propio cuerpo humano.
Tengo la piel tersa, una piel
fina y suave, un pelo liso y lacio, tempranamente cano, unos ojos apagados y
tristes en la mitad superior de un rostro sin expresión. Una modesta pelusa
color castaño claro en las axilas, cuando le da el sol en los meses cálidos en
los que me baño al aire libre, el reflejo rubio que desprende recuerda a los
capullos de los gusanos que en mi infancia criaba en cajas de zapatos. Mis
brazos acaban en dedos articulados de forma atroz, ya os explicaré porqué. Y
coronando mis dedos, unas uñas mínimas. Las necesito así para que cuando juegue
a pellizcarme no me hagan daño en mi corteza desarrugada. Mi ombligo estúpido
antecede a una nueva mata despeinada que adorna con una tierna simpatía una vulva
muy corriente. Hermosa a mis ojos. Flanqueada por dos piernas orgullosas de mujer
independiente, con unos muslos donde podría escribirse la historia reciente de
la civilización occidental, bellísimos como mis tersos glúteos de ninfa egeria.
Reparar en un matiz. Mi tripa
solo se pliega cuando me contraigo para hacer caca. Es raro que en otra situación
mi cuerpo abandone el estilizado ser largo. Porque la figura de la flexión me
provoca la nausea de la contemplación tórrida del sol caliente de una tarde de
domingo. La contracción es dolorosa y sucia. Es fea y contraria al instinto
original del deseo ¿qué ser debería desearse a si mismo dentro de sí? Tal
suposición conllevaría a un deseo de autodevoración y nada me parece más
repulsivo que el deseo de meterse uno en uno mismo para devenir el ser
menguado. No, el ser, mi ser es una existencia solipsista que nunca sale de mí
pues en mí yace todo el objeto de mi interés y estudio. Pero no me intereso en
el mediante la reflexión en mí. No me pienso en estructura cartesiana –¡qué hombre
más amorfo!-. Sino mediante la estética del espejo. En la estilizada imagen del
brazo extendido al infinito. Para hacerlo gráfico, mi estudio persigue el ideal
de la extremidad que se estira hasta desgarrarse como un trozo de tela en
jirones. Y esos jirones que dejan entrever una carne roja hipodérmica, no sangran, porque la sangre es flexión y desvanecimiento, el ideal de
perfección mantiene todos sus miembros componentes sin perder uno solo, si
acaso añadiendo más.
Acuso ahora que no he hablado
de mis pechos. Mis pechos son lo que más me gusta de mi cuerpo, quizá por eso
los olvidé antes, los observo tanto que identifico mi ser más básico con la
morfología de mis pechos. Estos por supuesto son lisos y modestísimos, solo
describen un pliegue muy rudimentario y básico sobre la carne del costillar,
con unos pezones erectos en dos estadios diferenciados de areola y pezón,
brillante y erótico. Desde pequeña tengo la manía de cada cierto tiempo, cuando
me entra la neura (como la llamo) poner la mano sobre la camisa que lleve, hurgar
con ella dentro del sujetador hasta dar con mi pezón y acariciarlo fuertemente
con la tela de la camisa hasta ponerlo erecto, dependiendo del día mi neura
aparece entre catorce y veintisiete veces. Desde que tengo memoria no ha pasado
un día donde no me estimulara los pezones por lo menos catorce veces. No es un
acto sucio, tardo alrededor de veinte segundos el endurecerlos, no me parece un
caso de masturbación puesto que no es placentero en un sentido erótico sino orgánico,
como rascarte una picadura de mosquito o apretar un grano o morderse las uñas o
acariciarse la barba… Con la misma naturaleza mis yemas buscan recurrentemente
mis pezones y los palpa con ansiosa búsqueda por la rigidez. Mi organismo busca
la forma infinita, alcanzar el límite físico del cuerpo para vivir la
experiencia entera de su ser.
Así pues y volviendo al estudio
por el que escribo: mi ser se busca y siente placer al buscarse en los límites
de su figura en el mundo. En ese intermedio siempre etéreo donde mi yo es yo y
deja de serlo. Por eso la figura contraída se me representa desagradable,
puesto que el lugar donde acaba no es el lugar hasta el cual podría llegar,
sino que prefiere encogerse, ser más pequeño, ocupar menor espacio, llegar a sí
en su propia consumición caníbal. Mi objeto es un ente que se respeta, se
quiere y se sabe perfecto en la languidez de la goma estirada. En la
perpetuidad suspendida de una inflexión, la longitud que perdura en el tiempo,
donde yo ocupo todo espacio por mí abarcable. Y donde entre el yo y el no yo no
cabe ni la nada. Colindando tanto con el no yo que podría decirse que casi lo
estoy conquistando, que casi estoy saliendo de mí. El ser que se extiende fuera
de sí sin perder su unión es la experiencia más placentera que existe y tal
experiencia la obtengo del recurso reflejo. La encuentro en un ser enfrentado a
su mismo él fuera, ahora, de sí. Pero espera, ¿Él? He devenido una segunda persona en el momento de mi enfrentamiento conmigo misma y tal persona es
masculina quizá causado –aunque la organización estructural de sucesos en “causa-efecto”
no me agrade- por una desviación morbosa
que representa tal oscuro deseo de fornicar conmigo misma. Sería un hombre con
pechos de mujer y con cara de mujer y con cabello de mujer y, atención a la
paradoja, con pene de mujer. Porque yo soy mujer pero en tanto que me veo con
un pene y en tanto que la heterosexualidad me empuja hacia un hedonismo
kafkiano, mi ser reflejo es una quimera inconmensurable con la que deseo
unirme.
La secuencia sería la siguiente.
Estaría yo, en una cama. La cama representa la comodidad de estirarse en todas
las posturas y maneras y por tanto la cama es el más útil de los laboratorios. Mis
pezones están tersos, acabo de frotarlos con un pañuelo de seda. Sobre mí está
el espejo. Medio para mi éxtasis. El espejo debe ser único. Si el espejo
estuviera enfrentado a sí mismo estaría usando una duplicación horrenda. Un
espejo a mi izquierda y otro a mi derecha me llevaría a la contemplación de un
número infinito de reflejos y la repetición periódica interminable e inabarcable solo es posible teóricamente y la teoría es reflexión. Habiendo
muchos seres semejantes a él (mi reflejo mujer fálica) y a mí, observo una
sucesión de seres que por su número me parecen amorfos y por su sitio ocupante (tras
el reflejo masculino) me parecen sospechosos, malintencionados y peligrosos. Buscando
cada reflejo a la espalda de su anterior me retrotraigo a un infinito en el
cual mi imagen queda relegada a la pulga, ¡qué digo a la pulga! Ella tiene más
valor que aquello que yo soy en el último de mis reflejos lejanísimos. Y en el
perderme lejos pierdo de vista la mujer macho más próxima y me asusta
horriblemente cuando mis ojos achinados estaban concentrados en un lugar tan infinito
como ficticio y engañoso dando lugar al miedo o mejor dicho, vértigo. Además
hay, entre un reflejo y el posterior, un ser de espaldas a mí, que debo ser yo
pero que no se me da de frente sino delante, oponiéndose a mí, siendo obstáculo,
no cosa que viene a servirme sino cosa que se oculta de mí. Que me aterra con
la psicosis de la literatura fantástica. Un doble del que no tengo certeza que
comparta mis rasgos, pero tengo la seguridad apetitiva, quizá lógica, de que sí
los compartimos, y lo que más me altera de él, de ese yo de espaldas, es que no
tenga pene. Que sea idéntico a mí y que me ataque desde atrás a los riñones con
un cuchillo que me haga retorcerme y contraerme de dolor mientras él ocupa mi
puesto en el plano real de las cosas que entran en el laboratorio. Que mi
cuerpo ya no sea hermoso ni vivo, y que otro ser ocupe mi posición. Tal cosa es
aterradora y cruel hasta la locura más tártara. No, la flexión del reflejo es
un terreno peligroso donde lo infinito se confunde con lo inacabado y la teoría cobra espacio y el alma se enfrenta a
caer en el abismo de la trascendencia de lo inmanente o lo divino, tal cosa es
reflexión, si caemos en lo divino, nos empequeñecemos por contraposición obvia.
Y de lo que se trata no es de hacernos pequeños, sino de estudiarnos en toda
nuestra magnitud absoluta, no como ser entre seres ni como ser de seres, ni
como parte de un todo ni como un todo de partes. El holismo necesita del
solipsismo y de un espejo para mirarse y desde el cual estudiarse.
Realizado este apunte y teniendo
claro porqué el espejo no puede flexionarse digo, la apetencia primera de
nuestro yo con vulva será concebir la criatura quimérica como un hijo, un hijo
suyo que nació inmediatamente en el momento de su exposición al espejo. Y su
fin será la unión con tal reflejo. Deseará ver en ese reflejo el ente erector
de sus pliegues naturales mórbidos y obscenos. Su relación con el reflejo será
pasional y erótica, idealizada; nunca de amor o amistad, porque el amor es
compartir el pliegue o la reflexión. Es interesante la analogía, la relación
con el amante dura lo que la erección del pene y el coito placentero. Es el
oasis aislado. La relación con el amado perdura en la flacidez del falo después
del coito. El amor acompaña en la angustia del estadio dubitativo y cuando yo
me miro al espejo no tengo dudas, me comprendo y me estiro y alargo los brazos
queriendo en mi movimiento meter mi reflejo entre mis piernas, profundamente
hundirlo en mi vulva y devolverlo a su estado nonato. Haciéndome con ello a mí
más grande, fundiéndome con ese otro yo que me posee y al que poseo en
reciprocidad mutua que acaso sea la de la autoconciencia consigo misma. Pero
debería hablar de ese reflejo como consciente de sí. En tanto que mi reflejo,
es consciente porque yo lo soy pero, espera ¿acaso yo no habré devenido
consciente de mí en y por él? Haciendo de mi reflejo mi medio para entenderme
comprendo mejor porqué él es mi amante, y porqué es masculino. Sólo es una
fase. El reflejo desnacido supera mis debilidades me mantiene tersos los
pezones haciendo asomar sus manos por debajo del pliegue mínimo de mis pechos
en la carne del costillar. Con su pene erecto empuja mi cavidad umbilical hacia
fuera convirtiendo mi ombligo en una pequeña protuberancia sin pliegues.
Devengo en este mirarme al
espejo: Uno en tanto que consciente de mí, dos amantes enfrentados en tanto que
deseo el uno del otro, ambos al mismo tiempo en nuestra unión de movimiento contra-natal
y, en tanto que solipsista, ser igualado al absoluto.
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