-Lo tienes todo. Me dijo.
-No, te equivocas. Respondí yo. -Tengo
inteligencia, es por ello que me falta todo. Sólo aquel que es capaz de
comprender el mundo es un eterno insatisfecho, ya que se da cuenta de las
nimiedades capaces de dar placeres momentáneos y busca una felicidad más altiva.
Felicidad... parece como un sueño ¿no lo crees?
-Si... Dijo ella con un suspiro de
ensoñación. El otro nos miraba desde su posición erguida. Ella y yo estábamos
tirados sobre la hierba. Contemplando el firmamento estrellado. Hacía mucho que
habíamos olvidado lo que impedía que nuestros pies cayesen al vacío abstracto
de nuestro subconsciente.
Él se llamaba... Friederich, por ejemplo.
Era nuestro mayordomo. La hierba de nuestra espalda también era nuestra, el
bosque que crecía un poco más allá, frente a nuestra posición también era
nuestro. Y la enorme casa color marfil de detrás, también. Ella vestía un
vestido dorado; yo una camisa blanca, unos pantalones grises rallados, un
chaleco del mismo color; una corbata mostaza, y unos mocasines estrenados ese
mismo día.
Friederich creía que aquello era tenerlo
todo. Pobre insensato.
Si mirara al cielo se daría cuenta de la
pequeña mota de polvo que éramos, que era todo y éramos todos.
Ella se alzó sobre sus pies descalzos y
empezó a dar vueltas sobre si misma con los brazos extendidos en cruz.
Lentamente, como si siguiese el compás de una sinfonía inaudible.
Baila conmigo Fredy. Le pidió ella.
Señorita... Replicó. Ella cerraba los ojos
y se balanceaba como una hoja, como a punto de caer. El acudió, mas a prestar
auxilio a su desestabilizado cuerpo que amenazaba con desplomarse que por ceder
a la petición de la joven. Pero, una vez sujeta en sus brazos, volvió a
pedírselo, esta vez pareció más un ruego.
-Baila conmigo Fredy. Parecía que se fuera
a dormir. ¿Es que acaso no escuchas la música...?
De repente, surgió de la nada una sinfonía
de viento, cuerda y percusión que envolvió toda la escena. Yo seguía
filosofando mientras Fredy rejuvenecía diez años y movido por los hilos de lo
inevitable, sus pies, comenzaban a moverse al ritmo de los pies descalzos.
Alcancé mi pitillera en el bolsillo
trasero de mi pantalón rallado. Me puse un cigarrillo en la boca y lo encendí
con una cerilla. La agité cuando hube acabado y solté una bocanada de
humo....
Me incorporé y ellos seguían bailando.
Sonreí y, expectante, contemplé la escena.
¡Quien del aire vivir pudiera...!
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