El dolor lleva a ignorancia, la ignorancia a la desesperación, la desesperación busca culpable y forma y se torna odio, el odio en amargura y negror, aunque en el fondo sólo queda lástima y el eco del porqué no resuelto. La inestabilidad lleva al riesgo y la temeridad, y esta a la euforia y la adrenalina, al esfuerzo físico y la actividad corporal. Se te olvida lo que un día te hacía tambalearte, y actúas descuidadamente, luego viene la recaída y la depresión al saberte solo, la autocompasión y el aislacionismo, el recogimiento y el llanto. Después silencio, y calma. Luego el abrazo, cálido y cercano. Y las lágrimas lavan la conciencia. Empañan el cristal de tu alma y se deslizan por él, dejando húmedo rastro a su paso que nunca acaba de secarse. La caída y descenso lleva a la comprensión de uno mismo, a la reafirmación y la conciencia de tu ser. De tus sentimientos y debilidades. Luego las nubes no se disipan, sigue haciendo frío en tu corazón. Pero algo ha cambiado: estas de pie, pese a todo, estas alzado.
Orgulloso de aquel que nunca
dio a torcer jamás su brazo,
de aquel que se mantuvo firme
en cada uno de sus pasos.
Aquel que hace estremecer la tierra
y la hace fértil con cada trazo de su pluma,
aquel que sabe disipar la bruma
y salir siempre ganando,
aquel que encuentra Ítaca,
en cada isla que va encontrando.
Aquel que lucha,
y sabe llorar luchando,
aquel que nace y crece
con cada luna y con cada rayo.
Ese que siempre está presente.
Ese que nunca ha hablado.
Ese de pétrea estatura
que mide su grandeza en fallos.
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