Atravesó la habitación sumida en la oscuridad de la tiniebla, las sombras se cernían por las paredes junto a él. el suelo expiraba un humo negro que calaba en la piel y el ánimo. Frente a él una mesa. Era grande, con un tapiz granate sobre él. Las paredes también estaban empapeladas en rojo debajo de las sombras, y en el suelo descansaba una alfombra, roja también. Sentada en una silla de madera, la reina, en cuyas manos se movía en circulos una copa. Una copa de vino, por supuesto, tinto. Le hizo un ademán para que se sentara frente a ella y así lo hizo él.
Ordenó con la mano al diez de corazones que le sirvieran vino a su acompañante y él agachó la cabeza en señal de agradecimiento. Tomó la copa con tres dedos y se la llevó a los labios, no sin antes pasarla por la nariz y disfrutar de su dulce aroma.
-¿Sabes por qué te he hecho venir?
Tras beber dejó la copa sobre el tapiz. Se llevó delicadamente una servilleta a sus húmedos labios. -Ni la menor idea me hago.- Mentía como un cosaco.
La reina se mostró asqueada con la ironía, pero trató de ser cortés, no era buena la fama que tenía y necesitaba ganarse el favor de ese hombre -¿Sabes que es lo que creo? Creo que me tratais con ese desprecio y desaprobación porque me habeís converido en una mujer fatal sin motivo, estais errados de pensar que mis intenciones siempre son egoistas y crueles, nada más lejos de la realidad, sin embargo. Es cierto que he cometido muchas negligencias pero siempre fueron pequeños caprichos de una niña sin mal. No sabía lo que me hacía, y ahora cargo con los frutos de una infancia irresponsable, aunque no recrimino vuestra visión, en realidad teneis motivos que justifican vuestra oposición.
La cara de él mostró entonces una hipócrita sonrisa. -El conocimiento siempre es prejuicio, la verdad es tan voluble como una hoja al viento, las personas son sólo las máscaras que se ponen en nuestra presencia, y la ley es desorden en este mundo de demencia, el bien, el mal, la responsabilidad... Nada sé de usted, ni me vaticina mi perspicacia que podríais desear de mí.- Dio otro sorbo del vino. ¡Como mentía el bastardo!
Ella sonrió y también se llevó la copa a la boca. Lucía un bestido ajustado con corsé al torso, con un gran corazón bordado que subía desde el ombligo hasta los pechos, con unas generosas faldas negras hasta los tobillos y éstos calzados con unas gruesas medias del color de las faldas. Dios, que largas tenía las piernas.
Era hermosisima, tenía el cabello negro y liso como la carta de una baraja recién estrenada, la cabeza larga y delgada, la nariz puntiaguda, mofletes pálidos, casi convexos, una barbilla pequeña y partida y unos labios... rojos como un mar de sangre, insinuantes, en apariencia indefensos pero letales en cuanto uno de confiaba, uno de esos labios que hacen arder la atmósfera y la abrasan. Era extremadamente delgada, todo delgado: cuello, hombros, brazos... casi no tenía pechos pero el corsé corregía esa percepción. Un peligro de mujer. Un peligro con Q mayúscula.
-Me agradas, hojalata. Dijo con majestuosidad. Él respondió una reverencia complaciente. -Sé bien que podemos llegar a un acuerdo. Puedo ofrecerte un corazón a cambio de una cosa, una cosa blanca, trajeada y con un reloj de bolsillo, ¿sabes a quién me refiero?
Asintió con la cabeza sin el más ligero cambio en su temple.
-Aquello que tú anhelas por aquello que yo anhelo. ¿Está bien?
No sabia que quería la reina del conejo ni tampoco alcanzaba a imaginárselo, pero que lo andaba buscando no era un secreto para nadie. -Creí que era un fiel servidor vuestro, el conejo, ¿acaso...?
Parecía contrariada, él se detuvo al instante.
-Es solo un animal, no rinde pleitesía a nadie. Carece de razón y desconoce la lealtad. Eso ultimó lo dijo casí gritando, se entreveían signos de displicencia. -Deseo conversar con él, sólo te pido que lo encuentres y lo escoltes hasta aquí. Te daré el corazón entonces.
Él asintió, sabía que la reina no lo reclamaba sólo para tomar el té pero no podía dejar escapar tan suculenta ocasión de hacerse con un corazón. Al fin y al cabo, era todo cuanto le distaba de la felicidad y todos sabemos que, para los hombres de hojalata el fin justifica los medios.