Me sentía profundamente solo. No era un sentimiento desagradable, al contrario, me reconfortaba. Por fin sentía ese calor invernal, porque la esencia de las cosas es el contraste y cuanto mayor es el contraste más hay de una y de otra. En un mes frío, cuando se siente calor es tan agradable... ninguna otra sensación la alcanza. El calor de invierno es... magia. Y en ese momento, me visualizaba a mí mismo. Sentado en una silla delante de la mesa de mi cuarto. En mi casa. Iba descalzo y mis pies tocaban la caoba del suelo, oscura y cálida. Hacía cualquier cosa. Escribir probablemente. Tal vez estudiase. No lo sé. El caso es que ella me miraba desde la pequeña puerta que da a mi cuarto. Estaba callada, parecía como si estuviese nevando en aquel cuarto y la nieve nos enmudeciese, nos aislase y abrigase. Ella quería acercarse pero un cúmulo de nieve se lo impedía. Seguía mirándome sin poder acercarse. Fue en ese momento cuando la vio. Vio el fantasma de mi arte, como una ilusión radiantemente blanca. Le pareció hermosísima, tan hermosa como herida y dañada por la cruel incomprensión y la falta de auxilio, sintió lástima por ella. Comprendió entonces que aquel dolor era compartido también por su artista. Ella quiso acercarse aun con más ganas a mí, deseaba cruzar el océano de nieve que nos distanciaba abrazarme y sosegar mi dolor, pero la sangre que derramo y que me baña por completo es cálida, y aunque mi corazón sea hielo se siente bien el contraste. Contraste....
Mi arte es puro desastre y desasosiego, un infierno en vida cuya armonía da consuelo a mi humilde y titánica vida de castigo autoimpuesto, de lamento entre el silencio y heridas que supuran y me calientan y marchitan con su riego, un unísono perfecto entre sangre y hielo.
Me giré del escritorio y vi su rostro perplejo. Ella vio el mio. Con ella no hacía falta ponerme ninguna máscara. Crucé el Atlántico blanco que nos separaba y la besé en la mejilla, ella atesoró mi contacto como si no quisiese que me separase nunca. Su cabello negro caía como un río de lágrimas por su espalda. Sus ojos me miraban con infinita ternura llenos de aflicción. Sus labios eran tan rojos... brillaban con la luz del remoto sol de invierno. Le subí la barbilla y la besé. Su carmesí era muy dulce y muy cálido. Fue un beso húmedo, más cálido que apasionado, como el de dos amantes que se despiden para siempre. Ella quería cerrarme todas mis heridas con aquel beso y sentían como sus labios transmitían un intenso deseo de impregnarme de vida y de razón de ser. Pero yo no podía permitirlo, ello conllevaría arrastrarla a mi oscuridad, a mi mar de inmenso sufrimiento y desesperación... a una soledad a la que ningún ser humano ha sido capaz de sobrevivir.
Yo perdí a mi amor una vez y lo transforme en musa para que narrara mi desesperación porque la soledad que habita dentro de mí es inmensa y ni un monstruo como yo es capaz de soportarla. A si que ahora sólo me nutro de sangre, pues mis heridas que bañan mi piel nunca se cierran y esta sangre que pierdo la recupero con las presas que en mis fauces vuelcan sus más puros e inocentes deseos.
¿Quién soy? soy una bestia, un monstruo. Aquel al que todos los hombres desean matar. Un ser sin corazón ni reflejo. Un habitante de las gélidas cumbres de la soledad. Yo... no soy Nada ni Nadie.
Cuanta influencia está teniendo Drácula ;) (LLLLL)
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